
Siéntate y míralos pasar. Transeúntes con rumbo desconocido. Padres, hijos y primos, cruzándose en las calles con viudas, artistas y toxicómanos, con banqueros, sacerdotes y suicidas posiblemente regenerados, con ciegos paseados por sus perros, con amantes extasiados ante el recuerdo de esa última tarde de locura, con inmigrantes que lloran sus penas al llegar a casa y gente que sólo aporta a la superpoblación. El mundo está lleno de desilusionados llenos de ilusiones, de quienes creen en los otros hasta que se demuestre lo contrario, y de aquéllos que demuestran lo contrario… Ésos cuyo amor intermitente te desvive y luego te aniquila, te acaricia y más tarde te golpea, ése que promete orgasmos múltiples pero termina diluyéndose en poco más de un beso impregnado de ebriedad y otras salivas.
Aquéllos que discretamente demuestran lo contrario están en la calle, en el metro y en el directorio telefónico, escondidos tras los ramos de flores que portan cuando compran el pan y cuando pasean al perro. Flores bañadas en rocío, llenas de vida y de color, perfumadas de sí mismas para intoxicarnos de sueños entre nubes y mimos y asfixiarnos del deseo de querer. Y queremos todo lo que nuestros cuerpos nos permiten querer y lloramos cuando el roce entre pétalo y suspiro se funde en una realidad marchita.
Todos somos amigos desechables de otros amigos desechables. Todos sabemos querer intermitentemente porque es cómodo y ligero. Todos portamos rosas bellas y marchitas bajo las mangas. Pero pocos nos damos cuenta de ello…
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