Locuras en una licuadora humana

En este sitio encontrarán alucinaciones, delirios y todo tipo de banalidades creadas por una mezcla de los tornillos que faltan en mi cabeza y una dosis de extranjería inevitable... Ríanse y sepan que todavía existo. NOTA IMPORTANTE: No me hago responsable de palabra alguna publicada en este sitio.

9.8.05

Caminata con mi aprendiz. Historia de un camello contemporáneo (extracto)

Azimut no era un camello en todo el sentido de la palabra. Había sido criado entre mulos, y desde muy temprana edad exploraba los montes y los valles calurosos del trópico. Desde chico fue muy intrépido, y heredó el don de mando y la sonrisa de su padrastro, el asno; los dientes algo torcidos, pero una sonrisa sincera.

Entre sus pasatiempos favoritos se encuentra el tenis de mesa, deporte en el que jamás será competitivo por razones obvias pero que podrían ser explicadas más adelante. Prefirió nunca intentar aventurarse en el mundo de las manualidades, como el origami.

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Corrían temerosos por el desierto, ambos, Casimiro y Maestro en las espaldas del fiel Azimut. La vasta red de delincuentes asociados que se había desplegado temporalmente en aquella región, les buscaba ansiosamente pues habían dejado poca propina en el comedor de un hostal en el medio de la nada; la camarera es hermana del líder de la red. (El lector debe seguir preguntándose la razón por la cual Azimut nunca había sido un gran jugador de tenis de mesa. Admito que me parece de soberana imbecilidad el que para este entonces esto no haya quedado claro.)

5.8.05

Metro Tribunal - Línea 1


Hubo unos días en los que era oficial de seguridad civil en un andén de metro. Húmedo y oscuro, frecuentemente silencioso, frecuentemente lleno de voces y de ruidos y de ratas. De tardes, perdía la mirada entre culos y pechos, oprimidos por artefactos de algodón y elástico, deseosos de un poco de luz y algo de respiro. Niños, abuelas y parejas discutiendo el sabor del mes de la heladería de en frente. Yo, fumaba todo el tiempo mientras fantaseaba con ideas libidinosas y escurridizas. Hambriento y con ganas de orinar, transportaba mi mente a escenarios eróticos o ilícitos. Y dejaba que pasasen las horas.


De noche era distinto. Los niños envejecían, las abuelas dormían, las parejas cambiaban el sabor del mes por pétalos de rosas ya marchitas y alientos indudablemente alcoholizados. Desaparecían las faldas, los sostenes y la opresión, y emanaba de los túneles sombríos un olor a cansancio y dejadez que invitaba intermitente a olvidar que existe un futuro y a revivir las desdichas del pasado. Acostumbrarse a aquello era imposible, la muerte era lenta, y a fuerza de suspiros, las horas me dejaban pasar.

Algunas madrugadas, mientras tropezaba con el sueño, me hurgaba la nariz hasta rascarme los pensamientos. Luego paraba y desenroscaba la tapa metálica del frasco de ginebra que había incautado a un grupillo de turistas endiabladas, y robaba un sorbo de ésos que maltratan. Antes de taparlo, aprovechaba y robaba otro más generoso que el primero, y gruñía, cuidándome de no despertar la más mínima sospecha de los escasos usuarios del transporte público.