Iguales y diferentes
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Qué patético sería el mundo si la vida fuera una película porno, pero Dios Mío, ¡cuánto Follaría! Frases como éstas serían muy usuales:
Hola, me llamo Gaudencio, pero tú llámame cuando quieras.
Hola, me llamo Alfonso, pero tú llámame Fonsito… eso me pone…
Caminas erguida, con aires de nobleza y rebosas de elegancia, permitiendo al viento bailar con tu cabellera y descubrir tu cuello y tu inocencia.
Transpiras muy sutilmente y tu piel brilla y llamas a los ojos de cada pasajero del bus que te dispones a tomar. Los míos intentan pretender que no forman parte de la multitud conmovida, pero recuerdan que momentos como éste hay que vivirlos a fondo, y se clavan sobre ti, y tú los sientes como flechas que te queman y que irán a desvestirte si te descuidas, y que morderán la totalidad de tu cuerpo si no opones resistencia alguna.
Con dulzura me devuelves la mirada. Sin pensarlo, la escondes. Pensándolo, vuelves sigilosamente a dirigirla a donde mí, y yo sonrío esperando que hagas lo mismo, queriendo que pruebes sentir lo que siento; sonríes y ahí comienza todo.
De niño siempre me indignó la mítica frase que nunca falta en toda conversación estrictamente femenina o feminista. Todos los hombres son iguales. Al principio, esto me llenaba de confusión pues no lograba comprender si dicha afirmación hacía referencia a algo en concreto como los deportes, la cerveza o las apuestas. Con el tiempo fui dándome cuenta del resentimiento transmitido generación tras generación, por radiación o por ósmosis, de mujer a niña a mujer, que les crea un bloqueo mental que a su vez les impide vivir con nosotros, y vivir sin nosotros. Menuda disyuntiva; masoquismo fundamentado en el auto proteccionismo, o viceversa, dependiendo de la franja horaria en la que se viva.
Ella huele a rosas o a canela; no me importa, pero es casi hipnotizante. Lleno, ansioso, mis pulmones con su esencia, y enfatiza su presencia en cada respiro, en cada suspiro. Me mira y me aniquila, me mira y me esclaviza, me mira y corre en mí una sangre nueva, joven, llena del deseo de tenerla.
Es curiosa su virtud de convertirme en piedra, como hace que mis manos se entumezcan, y me convence por telepatía, de transformar sus pensamientos en órdenes.
Se acerca a donde estoy sentado dejando enfriar el café. Me pregunta la hora y yo le contesto que si a las 18:30 no ha aceptado tomarse un helado conmigo, le digo la hora y me tomo ambos helados yo solo. “El de turrón es delicioso.” Ella asiente, yo sonrío, y así comienza todo, luego de decirle la hora. Son casualmente las 18:30.
Indudablemente es cierto. Todos los hombres somos iguales. Tan “iguales” que a veces no logro reconocerme entre la muchedumbre. Un ganado sin la habilidad de fijar su vista ni su mente en asuntos tan productivos como buscar solución al hambre en el tercer mundo, en proponer ideas vanguardistas en contra de la manufactura de armamento bélico, o en literatura clásica, por citar uno que otro ejemplo. Todo nuestro tiempo libre y parte del que no lo es, lo dedicamos a imaginar que nuestras manos acarician con aceite curvas pronunciadas, deslizándose por pieles cálidas y hambrientas, aromatizadas de endorfinas propias, receptivas a las ajenas… Tocar, oler, sentir, morder, sudar, rozar, lamer y saborear, luego partir y evitar recordar lo sucedido. Amor intermitente, amor a corto plazo, te quiero en este instante, pero mañana me costará llamarte.
Se tocan, se sonríen entre ellas. El alcohol, las drogas y la noche les auguran, sin dudas, una velada interesante. Ríen y embriagan a sus poros al moverse sensualmente, queriendo hacerse ver. Se hacen ver. Doy noticia a mi colega de sus risas y perfumes, y sorbemos impacientes las bebidas para dar la última motivación a nuestros cuerpos y provocar que, de nuevo, todo comience.